Antonio se detuvo. Iba tarde y lloviznaba, pero lo que vio era imposible de pasar por alto.

– Hágame un favor, ¿qué es lo que vende?

El vendedor sonrió y le respondió a Antonio mientras señalaba el anuncio de colores que tenía encima.

Antonio ya lo sabía. El letrero era clarísimo, pero no tenía sentido.

– Sí, yo sé, ahí dice “Vendedor de recuerdos”, pero no veo que venda nada. ¿A qué tipo de recuerdos se refiere?

El vendedor se lo explicó, pero lo que dijo fue aun más absurdo que el colorido cartelito.

– ¿O sea que usted puede venderme recuerdos de cosas que yo haya olvidado? ¿De cualquier cosa?

El vendedor asintió.

Antonio miró su reloj. Iba tarde, pero su curiosidad era excesiva.

– O sea que si yo le digo que en este momento no me acuerdo de cómo se llamaba mi profesora de primer grado, ¿usted me vendería ese recuerdo?

El vendedor volvió a asentir, y le dijo a Antonio cuánto costaría ese recuerdo. Era uno simple, según le dijo.

Antonio sacó la billetera. No era mucho, y valía la pena probar para ver con qué clase de truco le iba a salir el vendedor, así que le entregó un billete de mil pesos al hombre. Un instante después, sin embargo, se le aclaró la memoria.

– Espere, me acordé: se llamaba Marta. Toca probar con otro recuerdo.

El vendedor negó con la cabeza y sonrió mientras guardaba el billete. Antonio entendió por qué. Se sintió estafado, aunque no podía negar que la coincidencia había sido extraordinaria. Decidió probar de nuevo, pero esta vez con algo distinto.

– Deme un recuerdo de dos mil pesos. Uno cualquiera.

El vendedor asintió y estiró la mano. Antonio le entregó el billete, y mientras lo hacía no pudo evitar recordar a su padre, todavía joven y sano, advirtiéndole sobre los estafadores callejeros que pululaban por la ciudad y recomendándole no ser pendejo en la vida para que no le quitaran la plata en cualquier esquina. Tampoco pudo evitar sonreír.

El vendedor también sonrió, y Antonio entendió por qué. No supo decir si estaba presenciando un milagro o si estaba siendo un completo pendejo. En todo caso, llevaba mucho tiempo sin sentirse tan intrigado por algo, de modo que decidió ir hasta las últimas consecuencias.

– ¿De cuánto es el recuerdo más caro que vende?

El vendedor se lo dijo. A Antonio le pareció barato, así que sacó un billete de diez mil y se lo entregó.

 

En ese momento, Antonio se despertó. Todo estaba oscurísimo. Miró el reloj y vio que iba tarde. Trató de recordar qué estaba soñando, pero lo había olvidado. Maldiciendo por lo bajo porque no iba a alcanzar a desayunar, se alistó para salir.

Salió a la calle justo cuando empezaba a lloviznar. Suspiró, resignado, y empezó a andar.

Una cuadra después, mientras pasaba frente a la tienda de libros usados, esa que nunca tenía los libros que a él justamente le interesaba conseguir, se acordó de su sueño. Se acordó del vendedor y el letrero. Se acordó de sus recuerdos: su profesora, su padre y su infancia. Se acordó de su mamá, sus hermanos y su esposa. Se acordó de sus amigos, que siempre estuvieron ahí hasta que ya no estuvieron. Se acordó de todos los momentos, ahora tan fugaces y lejanos, en que se sintió invencible o afortunado, dueño de un mundo que ahora no parecía reconocerlo siquiera. Se acordó de sus canciones favoritas, del olor de los libros nuevos, del sabor del jugo de piña, del frío que le gustaba que hiciera en las noches, frío pero no tanto, y de los arreboles del atardecer. En lo que dura un parpadeo, Antonio se acordó de cómo era su vida antes de que se la quitaran, poco a poco y muy pronto, los impuestos, las horas extra, los trancones, los burócratas, los relojes, los políticos, los papeles y todos los cánceres habidos y por haber, dejándolo cada día más cansado, aburrido y solo.

Antonio se detuvo. Iba tarde y llovía, pero eso no importaba. Temblando, y envuelto en emociones que no sentía desde hacía años, sacó la billetera del bolsillo y la abrió.

 

Faltaban tres billetes.